Éste es mi momento. Vamos, salgamos a la luz.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Pasión (la trampa engañosa del amor)


Antes dije que últimamente veía mi vida, o la parte de ella que compartí con vos, como un libro que no quiero cerrar. Es cierto, sigo repitiendo capítulos, y hay uno en particular que sigue apareciendo repetidas veces en mi mente. Es uno de mis favoritos, por lo tanto, uno de los que más me lastiman. Y uno de los que más me cuesta cerrar.
Fue ese día que volviste de tus vacaciones en Entre Ríos con tu mamá y tu abuelo. Supuestamente me habías extrañado mucho, porque ibas a estar únicamente con tu familia y un par de amigos. Sé que les contaste a ellos sobre mí por ciertos comentarios en las fotos del viaje que subiste, y te aseguro que nada me puso más contenta que eso. Me daba la seguridad de que te acordabas de mí y de que les contabas sin vergüenza a otros que estabas conmigo.
Ese día fuimos al club, y yo no sabía que habías vuelto. Cuando los chicos tocaron mi puerta y te vi ahí, en la vereda, vestido como si fuese un día normal y mirándome con una sonrisa de oreja a oreja, no pude más que salir corriendo a abrazarte. Fue un abrazo tan fuerte, y un beso tan fugaz el que me diste. Un beso que significó “te extrañé”, y me di cuenta por la fuerza con que me lo diste. Pasaron los segundos y no quería soltarte, pero teníamos que irnos y teníamos, por así decirlo… “público”.
Fue esa noche que nos quedamos encerrados en la habitación de Joaquín, mi hermano. Nos quedamos colgados en la computadora, hablando sobre tu viaje y sobre mis días mientras vos no estabas. Tan entretenidos nos tenía la charla que no nos dimos cuenta de que nuestros amigos, en un acto de picardía, habían cerrado las dos entradas a la habitación con llave.
Me senté en la cama y te me acercaste deslizándote en la silla con rueditas de la computadora. Empezamos a hablar de la historia económica de tu familia, y de la mía. Hablamos hasta que se agotaron los temas, y en la primera duda que surgió en mi mente, el primer desliz que cometí en la conversación, aprovechaste para tomarme por la nuca, y besarme.
Me besaste como si aquella fuera la primera vez que ibas a hacerlo. Como un segundo primer beso, rozaste mis labios dulcemente mientras me atraías contra tu pecho y me estrechabas entre tus brazos. Me besaste lentamente y dijiste “te extrañé, ¿sabías?” mientras yo me enroscaba en tu cuello, hipnotizada. Salvajemente me fui apretando contra tu pecho, mientras me besabas con fuerza en mis labios aprendices. Tus dientes raspaban mis labios, y tiraban de ellos como si les pertenecieran. Pero no me asusté, porque sabía que vos no me ibas a hacer daño. Te dejé hacer, mientras mis manos recorrían traviesas las figuras perfectas de tu cuerpo. Me enredé en tu pelo, enroscando mis dedos en él y tirándolo hacia atrás suavemente. Recorrí con éxtasis tu espalda, tan dura y fuerte, capaz de llenarme de seguridad y orgullo. Me deslicé con timidez hacia tu pecho, y tu vientre trabajado. Coloqué mi mano derecha sobre tu corazón, que nos acompañaba con latidos irregulares en nuestro rozagante juego de la seducción. Dos latidos, luego una pausa, tres latidos rápidos, otra pausa, y comienza otra vez. ¿Cómo olvidar el sonido acompasado del ritmo que llevaba la danza de nuestros labios, el nismógeno placer de nuestras caricias, el delirante éxtasis de la pasión?
Acaricié tu cuello porque sé que te gustaba, te abracé más fuerte para sentirme tuya. Nunca te sentí lo suficientemente cerca, aunque entre nosotros no cabía un alfiler.
Y así fue como lentamente, mientras me estrechabas con fuerza la cintura, tu lengua traviesa acarició el portal de mis labios y exploró mi boca con cierta timidez. Y sentí ese cosquilleo intenso recorriéndome la espalda, que me hacía temblar ligeramente y transformaba mi respiración entrecortada cada vez que lo hacías, mientras te seguía el juego tratando de animarte a más, de despojarte de tu supuesta timidez.
Y juntos exploramos nuestras bocas, nos acariciamos suavemente, nos estrechamos con pasión. Lo hacíamos sincronizadamente, nos sentíamos uno solo. El tiempo pasaba sobre nosotros sin afectarnos, el entorno ya no existía.
Ya no veía, no escuchaba, no olía, ni pensaba. Sólo sentía. Te sentía tan cerca de mí, te veía al tacto. Y nos abstraíamos en nuestra esencia.
Y tan entregados estábamos al sibaritismo nismógeno de esa pasión, que apenas nos dimos cuenta de que nuestros besos se volvían suaves, dulces, lentos. Lentamente se despertaron mis sentidos, y me llenó tu perfume. Te solté y te abracé con fuerza, me hundí en tu cuello, cerré mis ojos y me entregué, despacio, a esa posguerra del amor que con ansias compartimos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario