Antes dije que últimamente
veía mi vida, o la parte de ella que compartí con vos, como un libro que no
quiero cerrar. Es cierto, sigo repitiendo capítulos, y hay uno en particular
que sigue apareciendo repetidas veces en mi mente. Es uno de mis favoritos, por
lo tanto, uno de los que más me lastiman. Y uno de los que más me cuesta
cerrar.
Fue ese día que volviste de tus vacaciones en Entre Ríos con
tu mamá y tu abuelo. Supuestamente me habías extrañado mucho, porque ibas a
estar únicamente con tu familia y un par de amigos. Sé que les contaste a ellos
sobre mí por ciertos comentarios en las fotos del viaje que subiste, y te
aseguro que nada me puso más contenta que eso. Me daba la seguridad de que te
acordabas de mí y de que les contabas sin vergüenza a otros que estabas
conmigo.
Ese día fuimos al club, y yo no sabía que habías vuelto.
Cuando los chicos tocaron mi puerta y te vi ahí, en la vereda, vestido como si
fuese un día normal y mirándome con una sonrisa de oreja a oreja, no pude más
que salir corriendo a abrazarte. Fue un abrazo tan fuerte, y un beso tan fugaz
el que me diste. Un beso que significó “te extrañé”, y me di cuenta por la
fuerza con que me lo diste. Pasaron los segundos y no quería soltarte, pero
teníamos que irnos y teníamos, por así decirlo… “público”.
Fue esa noche que nos quedamos encerrados en la habitación
de Joaquín, mi hermano. Nos quedamos colgados en la computadora, hablando sobre
tu viaje y sobre mis días mientras vos no estabas. Tan entretenidos nos tenía
la charla que no nos dimos cuenta de que nuestros amigos, en un acto de
picardía, habían cerrado las dos entradas a la habitación con llave.
Me senté en la cama y te me acercaste deslizándote en la
silla con rueditas de la computadora. Empezamos a hablar de la historia
económica de tu familia, y de la mía. Hablamos hasta que se agotaron los temas,
y en la primera duda que surgió en mi mente, el primer desliz que cometí en la
conversación, aprovechaste para tomarme por la nuca, y besarme.
Me besaste como si aquella fuera la primera vez que ibas a
hacerlo. Como un segundo primer beso, rozaste mis labios dulcemente mientras me
atraías contra tu pecho y me estrechabas entre tus brazos. Me besaste
lentamente y dijiste “te extrañé, ¿sabías?” mientras yo me enroscaba en tu
cuello, hipnotizada. Salvajemente me fui apretando contra tu pecho, mientras me
besabas con fuerza en mis labios aprendices. Tus dientes raspaban mis labios, y
tiraban de ellos como si les pertenecieran. Pero no me asusté, porque sabía que
vos no me ibas a hacer daño. Te dejé hacer, mientras mis manos recorrían
traviesas las figuras perfectas de tu cuerpo. Me enredé en tu pelo, enroscando
mis dedos en él y tirándolo hacia atrás suavemente. Recorrí con éxtasis tu
espalda, tan dura y fuerte, capaz de llenarme de seguridad y orgullo. Me
deslicé con timidez hacia tu pecho, y tu vientre trabajado. Coloqué mi mano
derecha sobre tu corazón, que nos acompañaba con latidos irregulares en nuestro
rozagante juego de la seducción. Dos latidos, luego una pausa, tres latidos
rápidos, otra pausa, y comienza otra vez. ¿Cómo olvidar el sonido acompasado
del ritmo que llevaba la danza de nuestros labios, el nismógeno placer de
nuestras caricias, el delirante éxtasis de la pasión?
Acaricié tu cuello porque sé que te gustaba, te abracé más
fuerte para sentirme tuya. Nunca te sentí lo suficientemente cerca, aunque
entre nosotros no cabía un alfiler.
Y así fue como lentamente, mientras me estrechabas con
fuerza la cintura, tu lengua traviesa acarició el portal de mis labios y
exploró mi boca con cierta timidez. Y sentí ese cosquilleo intenso
recorriéndome la espalda, que me hacía temblar ligeramente y transformaba mi
respiración entrecortada cada vez que lo hacías, mientras te seguía el juego
tratando de animarte a más, de despojarte de tu supuesta timidez.
Y juntos exploramos nuestras bocas, nos acariciamos
suavemente, nos estrechamos con pasión. Lo hacíamos sincronizadamente, nos
sentíamos uno solo. El tiempo pasaba sobre nosotros sin afectarnos, el entorno
ya no existía.
Ya no veía, no escuchaba, no olía, ni pensaba. Sólo sentía.
Te sentía tan cerca de mí, te veía al tacto. Y nos abstraíamos en nuestra
esencia.
Y
tan entregados estábamos al sibaritismo nismógeno de esa pasión, que apenas nos
dimos cuenta de que nuestros besos se volvían suaves, dulces, lentos.
Lentamente se despertaron mis sentidos, y me llenó tu perfume. Te solté y te
abracé con fuerza, me hundí en tu cuello, cerré mis ojos y me entregué,
despacio, a esa posguerra del amor que con ansias compartimos.
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