Éste es mi momento. Vamos, salgamos a la luz.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Cáctus


Sigue doliéndome tu sufrimiento. Sigue doliéndome la ausencia de tu abuelo en tu vida. Sigo queriendo abrazarte cada vez que me dicen que esa mañana lloraste por él, sigo con ganas de hablarte al menos por chat y decirte que aunque no hablemos, aunque estemos tan peleados, sigo queriendo que seas feliz, y que nada perturbe tu vida. Sigo pensando que te merecés lo mejor porque sos una gran persona, y que sé que todas esas cosas que hacés y que me lastiman son propias de tu edad, de nuestra edad, y que no estoy enojada por eso. Aunque sí muy dolida.
Pero puedo reservar mi dolor para después con tal de aplacar el tuyo.
Y pensando en eso estaba, en vos y en tu abuelo, en tu pérdida y tu dolor, cuando una imagen saltó a mi mente, una imagen tuya. Vestías tu usual remera negra, arremangada un poco por debajo de los codos; y estabas apoyado sobre la ventana de la cocina de tu casa, mirando el horizonte y cuidando tus cactus. Recordando a tu abuelo. Pensando su nombre.
Y entonces me acordé que para el autorretrato de tu clase de filosofía y reflexión (creo que así se llamaba la materia) llevaste como objeto que te identificaba un cáctus. Porque la biología es tu pasión, plantas y animales te encantan. Pero también pensé en lo acertado de tu elección por cómo sos conmigo. O quizás también con todo el mundo.
El cactus es duro por fuera, y pincha. Reclama distancia para no lastimarte. ¿No es eso lo que me pedías? Nada de relación seria, nada de “te amo”, nada de repentinas demostraciones de cariño en público. Nada de acercamientos peligrosos, distancia para no pincharme.
Pero yo, como una tonta, quise tomar igual el cáctus por las espinas, sin darme cuenta de que mis manos sangraban, que las heridas se empezaban a abrir. Pero lo tomé igual, sin sentir el dolor, porque quería descubrir lo que había detrás de las espinas. Detrás de la corteza gruesa, seca y dura. Y alcancé a ver, a veces de cerca y otras de lejos, pero siempre brillante, el agua pura y cristalina que reservás dentro tuyo.
Ese tesoro tan preciado, que vale más que el más caro de los diamantes, porque es único y de él depende la supervivencia humana, porque sin agua no vivimos, se guarda adentro de esa plantita pequeñita que es el cáctus. Pequeñita como vos. Dura y seca como vos. Pinchuda como vos. Y conservadora de lo más hermoso que se puede encontrar en medio de un desierto, como vos.
Quise pero no pude llegar a tocar el agua. Nunca pude perforar tu piel tan gruesa. Aunque sí lo parecía, sólo veía de lejos el resplandor de su reflejo con el sol. Porque la luz es lo único que la toca.
Ya me estoy poniendo idealista, y no es a lo que quiero llegar. No creo que seas perfecto, ni mucho menos. Nadie lo es. Pero sí pienso que a pesar de tus muchos errores (que cualquiera comete) escondés en el fondo un gran corazón, puro y lleno de buenas intenciones. Un corazón que no merece estar sufriendo, que no merece sufrir por nada. Un corazón fuerte, grande y bueno, que no quiero ver dañado nunca.

Fantasía y realidad II.


(Recordando esos momentos en que soñaba que me amabas)


Bueno… en realidad no estaba tan loca, pero suena poético, ¿no? Aunque sí, la verdad es que sí pensaba todo el tiempo en vos. Volvía del colegio ansiosa por acostarme en la oscuridad a recordar y hacer casi vívidos mis recuerdos. Porque con tan sólo pensarlos no me bastaba. Necesitaba revivirlos, sentirlos, escucharte decir “Te quiero” otra vez en mi oído, ver tus ojos cerrados cuando me dabas un beso concentrado, sentir el tacto tibio y áspero de tu piel oscura en mis manos, oler ese perfume que es sólo tuyo, irrepetible, porque es tu olor. Por eso cerraba las puertas de mi habitación y me tapaba los ojos, porque en la oscuridad era más fácil verte y sentirte sin tenerte, y pasaba quizás horas pensando en vos.
Era una mala costumbre, lo sé. Una vez que terminamos me costó bastante entender que todo eso no iba a volver a suceder. Yo te dije “ya fue” con la esperanza de un “volvámonos a ver” por tu parte. Salí corriendo para que vayas a buscarme.
Pero me olvidé de lo mucho que te conocía. Tantas fantasías en mi cabeza, tantas imágenes idealizadas de vos, tanto amor para darte pero tanto orgullo de por medio, me hicieron olvidar de cómo funcionaba tu personalidad.
Si vos terminás algo, se termina, no hay bis, ni repeticiones, ni vueltas. Y más si ya no puedo ser la chica fiel y perfecta que veías en mí. Que creías que era, o que al menos trataba de ser para vos. Si ya no puedo ser esa chica, si ya tu imagen de mí quedó manchada, y si tu orgullo quedó dañado, no me vas a seguir.
Salí corriendo y te esperé en algún lugar donde te costara verme, pero no seguiste mi rastro. Mi plan salió mal, no me perseguiste. Por lo tanto nunca me alcanzaste, nunca te diste cuenta de que más adelante me quedé esperándote.
Pero hablábamos de lo poco que duermo. O por lo menos de mi poca predisposición a entregarme a esa nada, ese vacío que supone el intentar dormir. Y estaba diciendo que cuando estabas conmigo, meditaba y dormía mucho más porque era el tiempo en que mejor te recordaba.
Bueno, ahora me pasa exactamente lo contrario. Aunque ya no es como al principio, que tu recuerdo asaltaba mis pensamientos al momento de cerrar los ojos, sigo teniendo miedo de que todas esas cosas sin importancia que llenan mi mente se agoten antes de que el sueño me atrape, y tu recuerdo emerja con toda su fuerza, destruyendo toda esa fina caparazón que poco a poco he creado para cubrirte, taparte, esconderte de esta realidad que vivo, y de la que ya no sos parte.

Tu nombre


Es increíble lo poco que duermo desde que no estás conmigo. Con cualquier excusa, evito el sueño, evito tener que acostarme. Aunque, en el fondo, sé que esta actitud inconciente (que a veces es bastante conciente) se debe a que ya no quiero seguir pensando en vos. Cuando llego a mi casa y ya no tengo nada que hacer, cuando en mi cabeza se borran las preocupaciones por el colegio, los amigos, ballet, inglés, cuando ya tengo todo organizado o simplemente cuando ya me cansé de tratar de ordenarlo, saltás vos a mis pensamientos.

No salta tu cara, ni tu recuerdo, no salta tu perfume como antes lo hacía. Eso se queda en el fondo, reprimido u olvidado. O quizás simplemente calmo. Pasivo. Pero sí salta tu nombre.


Es muy raro, cuando me acuesto a dormir ya mi mente no se dirige directamente a tu recuerdo. Divago en pensamientos triviales, recuerdos con amigos, cosas que no incluyan el amor. O tu amor. Pero cuando todo eso se agota y ya no tengo en qué pensar, se destapa tu nombre.

Tu nombre. El nombre de mi problema. El nombre de mi solución, de mi alegría y de mi dolor. El nombre multifacético, ciclotímico, inestable en su interpretación. El nombre de la verdad y la mentira, un nombre de ocho letras, cuatro sílabas y mil significados.

En otros tiempos en que más sonreía (o por lo menos sonreía con más ganas) ese nombre hacía brillar mis ojos. Resonaba constantemente en mi mente, todo me lo recordaba. Lo pronunciaba para escuchar la musicalidad de su composición. Y así sonaba en mi corazón. Tu voz era mi música, tu nombre mi canción.

¿Más dolor?

Y para ser más franca, nadie piensa en ti como lo hago yo, dice Shakira en una de mis canciones favoritas.
Nunca había llorado con una canción. Nunca había llorado tan seguido. Nunca había llorado así.
Maldita sea la genialidad de esa cabeza brillante que tan bien sabe expresar lo que todas sentimos. Lo que siento yo ahora, por culpa tuya:

El cielo está cansado ya de ver la lluvia caer,
y cada día que pasa es uno más parecido a ayer.
No encuentro forma alguna de olvidarte porque
seguir amándote es inevitable.

Y no puedo hacer más que seguir escuchándola, y llorar. Llorar como no recuerdo haber llorado jamás. Llorar como nunca lloré por nadie. Aunque te de lo mismo.

Tiempo y pasado.


(El día que desperté a mitad de la noche con la sensación de que la vida se me iba, y yo acá, pensando en vos)




Lo pasado, fue pisado. Hecho. Terminado. Pero, ¿qué pasa si, con mi mente, sigo dando vueltas al pasado que pisé? ¿Y si sigo recorriendo viejos caminos, investigando recovecos y analizando antiguos senderos? A pesar del tiempo que pasa, como siempre, sin prisa pero sin pausa, sigo en sueños pisoteando mi pasado, pensando que tal vez, en su momento, podría haber pisado mejor.
Pero pisé y resbalé, y caí y demoré en levantarme. Y el Tiempo no me esperó, siguió su camino implacable sin siquiera extrañarme.
Y en mi prisa por alcanzarlo, avancé de rodillas, arrastrando el dolor de mi caída. Avancé de rodillas trastabillando a veces, mirando atrás silenciosa, olvidando que Él está allá, adelante, sin poder detener su camino, avanzando.
Despacito, estoy de pie. Primero una pierna, luego la otra. Y me acerco a mi futuro, a mi presente que no quiero perder. Aunque aún sienta el escozor de las heridas de mi caída y la nostalgia de mi cuerpo todavía inmaculado, avanzo con precisión, determinación, fuerza. Miro atrás sólo para recordar que no debo volver a resbalar. Y alcanzo al Tiempo de un salto, esperando que me crezcan alas para remontar el viento, sortear obstáculos y olvidar que una vez, allá abajo, yo te amé.

¿De verdad amor?


Ese fue uno de los episodios que ahora encuentro más confusos. Tu forma de besarme no fue romántica, ni siquiera insinuante. Me besaste de repente, sin que yo me diera cuenta, apenas me viste desprevenida, “atacaste”. Creo que el romanticismo nunca fue tu especialidad. Si vamos al caso, la mía tampoco. Supongo que por eso encajábamos tan bien. Yo soy tan romántica y sentimentalista como una roca, y a vos nunca te gustó mucho la idea de dar vueltas con cursiladas que nos avergonzaban a los dos.
Pero a veces me pregunto si esos arrebatos de pasión que teníamos, ya en los últimos tiempos, no eran lo que confundíamos con amor.
Perdón, había olvidado que esa palabra te asusta. ¿Lo confundíamos con “cariño”, “gusto”, “atracción”? esas palabras son demasiado superficiales, mientras que “amor” es demasiado grande para vos. ¿Cómo llamar ese sentimiento? A falta de una palabra mejor, prefiero llamarlo amor. Amor adolescente, no real. Amor del que todos viven en esta época, enamoramiento, embelez de los dos.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Pasión (la trampa engañosa del amor)


Antes dije que últimamente veía mi vida, o la parte de ella que compartí con vos, como un libro que no quiero cerrar. Es cierto, sigo repitiendo capítulos, y hay uno en particular que sigue apareciendo repetidas veces en mi mente. Es uno de mis favoritos, por lo tanto, uno de los que más me lastiman. Y uno de los que más me cuesta cerrar.
Fue ese día que volviste de tus vacaciones en Entre Ríos con tu mamá y tu abuelo. Supuestamente me habías extrañado mucho, porque ibas a estar únicamente con tu familia y un par de amigos. Sé que les contaste a ellos sobre mí por ciertos comentarios en las fotos del viaje que subiste, y te aseguro que nada me puso más contenta que eso. Me daba la seguridad de que te acordabas de mí y de que les contabas sin vergüenza a otros que estabas conmigo.
Ese día fuimos al club, y yo no sabía que habías vuelto. Cuando los chicos tocaron mi puerta y te vi ahí, en la vereda, vestido como si fuese un día normal y mirándome con una sonrisa de oreja a oreja, no pude más que salir corriendo a abrazarte. Fue un abrazo tan fuerte, y un beso tan fugaz el que me diste. Un beso que significó “te extrañé”, y me di cuenta por la fuerza con que me lo diste. Pasaron los segundos y no quería soltarte, pero teníamos que irnos y teníamos, por así decirlo… “público”.
Fue esa noche que nos quedamos encerrados en la habitación de Joaquín, mi hermano. Nos quedamos colgados en la computadora, hablando sobre tu viaje y sobre mis días mientras vos no estabas. Tan entretenidos nos tenía la charla que no nos dimos cuenta de que nuestros amigos, en un acto de picardía, habían cerrado las dos entradas a la habitación con llave.
Me senté en la cama y te me acercaste deslizándote en la silla con rueditas de la computadora. Empezamos a hablar de la historia económica de tu familia, y de la mía. Hablamos hasta que se agotaron los temas, y en la primera duda que surgió en mi mente, el primer desliz que cometí en la conversación, aprovechaste para tomarme por la nuca, y besarme.
Me besaste como si aquella fuera la primera vez que ibas a hacerlo. Como un segundo primer beso, rozaste mis labios dulcemente mientras me atraías contra tu pecho y me estrechabas entre tus brazos. Me besaste lentamente y dijiste “te extrañé, ¿sabías?” mientras yo me enroscaba en tu cuello, hipnotizada. Salvajemente me fui apretando contra tu pecho, mientras me besabas con fuerza en mis labios aprendices. Tus dientes raspaban mis labios, y tiraban de ellos como si les pertenecieran. Pero no me asusté, porque sabía que vos no me ibas a hacer daño. Te dejé hacer, mientras mis manos recorrían traviesas las figuras perfectas de tu cuerpo. Me enredé en tu pelo, enroscando mis dedos en él y tirándolo hacia atrás suavemente. Recorrí con éxtasis tu espalda, tan dura y fuerte, capaz de llenarme de seguridad y orgullo. Me deslicé con timidez hacia tu pecho, y tu vientre trabajado. Coloqué mi mano derecha sobre tu corazón, que nos acompañaba con latidos irregulares en nuestro rozagante juego de la seducción. Dos latidos, luego una pausa, tres latidos rápidos, otra pausa, y comienza otra vez. ¿Cómo olvidar el sonido acompasado del ritmo que llevaba la danza de nuestros labios, el nismógeno placer de nuestras caricias, el delirante éxtasis de la pasión?
Acaricié tu cuello porque sé que te gustaba, te abracé más fuerte para sentirme tuya. Nunca te sentí lo suficientemente cerca, aunque entre nosotros no cabía un alfiler.
Y así fue como lentamente, mientras me estrechabas con fuerza la cintura, tu lengua traviesa acarició el portal de mis labios y exploró mi boca con cierta timidez. Y sentí ese cosquilleo intenso recorriéndome la espalda, que me hacía temblar ligeramente y transformaba mi respiración entrecortada cada vez que lo hacías, mientras te seguía el juego tratando de animarte a más, de despojarte de tu supuesta timidez.
Y juntos exploramos nuestras bocas, nos acariciamos suavemente, nos estrechamos con pasión. Lo hacíamos sincronizadamente, nos sentíamos uno solo. El tiempo pasaba sobre nosotros sin afectarnos, el entorno ya no existía.
Ya no veía, no escuchaba, no olía, ni pensaba. Sólo sentía. Te sentía tan cerca de mí, te veía al tacto. Y nos abstraíamos en nuestra esencia.
Y tan entregados estábamos al sibaritismo nismógeno de esa pasión, que apenas nos dimos cuenta de que nuestros besos se volvían suaves, dulces, lentos. Lentamente se despertaron mis sentidos, y me llenó tu perfume. Te solté y te abracé con fuerza, me hundí en tu cuello, cerré mis ojos y me entregué, despacio, a esa posguerra del amor que con ansias compartimos.